El 1 de diciembre de 1955 en Alabama, Estados Unidos, sucedió un hecho que sería, luego, el puntapié para derribar las normas de segregación racial en aquel país.

Ese día, Rosa Parks salía de su trabajo como costurera y tomó el autobus para regresar a su casa en Montgomery. De acuerdo con las leyes vigentes, los afroamericanos no podían compartir con las personas blancas los espacios públicos, y eso incluía, además de cines, restaurantes y escuelas, al transporte público.

Así, los autobuses tenían un cartel que señalizaba que los blancos viajaban adelante y los afrodescendientes, atrás. Aquella tarde, Rosa se sentó en la parte del medio, es decir, en aquellos asientos que podían ocupar los afrodescendientes si no eran solicitados por ninguna persona blanca.

El autobús se llenó y el conductor exigió a cuatro pasajeros afrodescendientes que cedieran su asiento. Los tres hombres que estaban sentados allí se levantaron, pero Rosa Parks se quedó sentada.

Tras su negativa, la policía detuvo a Rosa, quien pasó la noche en el calabozo, acusada de perturbar el orden público. Fue juzgada – el juicio duró, apenas, cuatro horas- y condenada a una multa de 14 dólares.

Sin embargo, su valentía logro movilizar a los afrodescendientes de su ciudad, que organizaron un boicot contra los autobuses municipales- apoyados por el futuro Premio Nobel de la Paz, Martin Luther King- que se extendió por casi 13 meses.

Cinco años después, el Tribunal Supremo de EE.UU. declaró inconstitucional la ley de segregación racial en el transporte público, mientras que la ley de Derechos Civiles la prohibió en escuelas, puesto de trabajo, lugares públicos y gobierno en 1964.

Siempre se creyó que Rosa argumentó esa tarde que no se levantaba de su asiento porque estaba cansada, pero ella misma lo negó en reiteradas ocasiones: “No dije que estaba cansada. Tenía 42 años. Era una mujer joven y con buena salud. De lo único que estaba cansada era de seguir cediendo y aceptando esas cosas”, aseveró en su autobiografía.