La muerte de Horacio González provocó un dolor inevitable. Como muchos, seguí los acontecimientos a través de Liliana Herrero, una gran luchadora que lo acompañó en todo momento todo y en medio del drama que significaba el cambio de noticias. Cada día aparecía una esperanza y que había también un compromiso muy serio. 

Murió Horacio González, un hombre distinto. Un hombre que desde su condición de escritor, sociólogo, director de la Biblioteca Nacional y columnista de Página/12, fue un verdadero baluarte del pensamiento argentino. Un hombre lúcido, profundo, nunca apegado a dogmatismos. 

Es impresionante el sentimiento que ha despertado Horacio González. Qué lástima que uno no pueda ver, en el caso de Horacio González, lo que ocurre cuando se ha hecho una vida como la de él y hay tanto respeto y tanto amor.

La tapa de Página/12 en este momento, titula El hombre que sabía demasiado, nota de Silvina Friera. Pero después escriben Karina Micheletto, una nota magnífica sobre lo que es un poco la intimidad de Horacio González. Ese desorden del escritorio. Esas pilas de libros que están a punto de caerse. Ese mundo de un verdadero intelectual tal como uno lo puede imaginar. 

Pero también hay notas de Mario Wainfeld: Horacio González, el último romántico nacional popular. También de José Pablo Feinmann: La vida plena de un hombre genial; y de Ricardo Forster: Cómo escribir sobre Horacio González. 

Una tras otra las notas que tienen que ver con una perdida muy grande para el mundo de la intelectualidad real. 

Horacio González y su escrito sobre el gol

En La Mañana, Víctor Hugo compartió una entrevista que le hizo a Horacio González en el año 2009, donde el escritor compartió un texto de su autoría sobre el gol:  

El gol. Afortuna afortunada palabra de tres letras como gas o como sal. Cuando la pronunciamos por su tamaño tan pequeño, parece que ahorramos esfuerzo. 

Son palabras pequeñas, caben en una sílaba, pero todos saben que son abreviaturas de algo más profundo. Hay muchas sílabas escondidas en la palabra gol y a veces parece que todo el idioma está encerrado ahí.

Quien alguna vez gritó un gol lo sabe. Algo misterioso se desata en el espíritu. Algo que parecía comprimido. El alma estaba estrujada. Pero entonces se produce de alivio. La catarsis, como decían los antiguos griegos, la purificación de las pasiones. 

El grito de gol es la vibración interna de nuestra lengua, una manera súbita en que se desata un demonio. No sabemos si antes existe un grito primitivo y luego de muchos milenios se convirtió en el grito de gol. O si primero la forma humana del habla inventó el grito de gol como verbo fundante. Si fuera así, todo el lenguaje dependería de una única palabra. Y cuando dijésemos mar, elefante, amor o patria, quizás podría parecer que son variaciones muy elaboradas de un gol. 

El gol equivale a un pequeño crimen aceptable en el lenguaje. Todo parece suspenderse el bien y el mal, lo alto y lo bajo, lo tibio y lo caliente, el rencor y la duda, incluso también la felicidad. Porque un gol no es solamente la felicidad, sino una angustia secreta que nunca cesa. 

A veces, en un partido de fútbol hay momentos extraordinarios, pero el gol es de factura menor. A veces un partido es mediocre, pero contiene una novedad sorprendente, un gol excepcional, irrepetible. De esta forma, el gol parece un hecho único y paradójico. Igual que nuestras vidas, es una palabra a la vez maldita y jocosa. Traduce el azar de la existencia a la espera de un bálsamo. Un momento de locura tolerable. 

Un gol nos arrebata. Pero la vida sigue luego su curso. Siempre estamos dispuestos a contar un gol, en forma razonada, como los dibujos del recorrido de la pelota que sale en los diarios del día siguiente, o rematando en un grito que nos devuelve a las formas más primitivas del acuerdo humano. 

No es guste o nos guste el fútbol, aún si nunca hubiéramos gritado un gol esa palabra subyace en nuestra vida, encerrada con nuestras angustias e ilusiones.